Encendió un cigarrillo y se sentó
en el sofá.
Esperando, no sabía el qué, se
volvió a levantar y prendió una barrita de incienso con olor a jazmín.
El fuego del mechero quemó la
cabeza de la barrita y el humo empezó a elevarse por la habitación, primero formando
un remolino y expandiéndose luego por la estancia dibujando formas en color
blanco.
Se volvió a sentar y mientras
notaba el humo del cigarro penetrar en sus pulmones observaba detenidamente las
formas que se mezclaban y expandían justo enfrente de sus ojos.
Una de ellas pareció dibujar la
cara de un niño sonriente. Un niño al que le faltaban un par de dientes de
leche y que reía feliz. A su lado otra voluta de humo dibujó algo parecido a un
tren eléctrico, como el que le habían regalado por su séptimo cumpleaños.
Cerró los ojos y creyó tocar aquel
juguete de metal coloreado que avanzaba despreocupado por unas vías de mentira
en un viaje a ninguna parte.
La figura desapareció en el techo
del cuarto y volvió a centrar la vista en la barrita, consumiéndose inexorable.
Otra voluta pareció formar un jardín, lleno de flores y árboles. Dio otra
calada al cigarrillo y el humo que expulsó se mezcló con el del incienso,
dotando al jardín de vida y hasta color. Le pareció ver una reunión de amigos
en la que un joven se arrimaba a una chica de larga melena y sonrisa
irresistible. Sus ojos no podían apartarse de ella y recorrían sus rasgos
jóvenes y perfectos de diosa. La conexión de sus miradas era perfecta, la unión
de sus almas también.
Cerró los ojos de nuevo, esperando
abrirlos ya con el nerviosismo de la espera. Una nueva figura se dibujó,
etérea, flotante, hermosa. Le pareció oír unas campanadas, y ver cómo miles de
granos de arroz caían sobre ellos mientras las caras felices de gente
irreconocible gritaban ¡vivan los novios!
Su alma se llenó de paz, y se
hinchó con la alegría de los recuerdos felices.
Dio otra calada y observó que la
ceniza de su cigarrillo se consumía a la par que la barrita de incienso.
Pero aún tenía tiempo.
De repente un humo más oscuro y temible
le envolvió con un efluvio de mal augurio. Negras sombras rodearon los muebles
y enseres del cuarto, alargándolas amenazadoramente sobre su cabeza, como si en
algún momento quisieran llevárselo a las tinieblas de donde habían surgido.
Una de las sombras se cernió sobre
él, con forma de enorme calavera. Le pareció que entre sus vacías cuencas se
perfilaba la forma de un ataúd en el que se iba definiendo poco a poco la
inconfundible figura de su padre. La imagen humeante se fue desvaneciendo de
forma líquida, y hubo un instante en el que el humo se diluyó entre las
lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
Pero una llamarada hizo revivir la
barrita, y aprovechó para dar otra profunda calada.
Soltó el humo dirigiéndolo hacia
las revoltosas hileras de humo aromático, y se deleitó respirando ambos olores
mientras esperaba a que las últimas imágenes se deshicieran por completo en el
techo de la habitación.
Hasta le pareció que el cuarto se
iluminaba. El sol inundó el ambiente, de manera que las motas de polvo
brillaban y se movían enloquecidas. Tuvo que entrecerrar los ojos para no
deslumbrarse, a la vez que para fijar la mirada en una imagen que se acercaba a
él lenta, muy lentamente.
Era ingrávida, flotante, frágil.
Retuvo la respiración por miedo a que uno solo de sus suspiros pudiera
deshacerla. El aura que la envolvía irradiaba luz y felicidad, como cuando una
nube negra oscurece el cielo pero permite que un único rayo de sol la traspase
por su parte más débil, cual talón de Aquiles.
Se obligó a no llorar. No quería
llorar. Sabía que tarde o temprano este momento llegaría y que no debía tener
miedo.
Una sonrisa dibujó su rostro, y de
repente percibió que tanto el cigarro como la barrita de incienso soltaban un
último, definitivo, hilillo de humo.
La figura radiante tendió unos
brazos finos y rutilantes hacia él, llamándolo por su nombre.
No quiso perderse ni un instante de
la maravillosa visión, así que la Muerte se lo llevó aún con la colilla entre
los dedos y los ojos bien abiertos, asombrados, incrédulos.
Por fin sus párpados cansados cayeron en un último movimiento
espasmódico, mientras sus pulmones sevaciaban y la barrita le despedía con un destello final que hizo que los restos de ceniza cayeran lánguidos y
tristes sobre la mesa de roble.